La resistencia silenciosa

31 de mayo de 2012

Pese a tratarse de una película ambientada en los años de la posguerra civil española, Silencio roto (2011) no arrastra a nuestro juicio esa manida etiqueta de “película española sobre la guerra civil”, pues ejerce un distanciamiento hacia el maniqueísmo, el sentimentalismo barato y la tendenciosidad, enfoques insistentes hasta la saciedad en el cine español: Libertarias, Las 13 rosas o la reciente La voz dormida, por citar algunas, en contraposición con El espíritu de la colmena o La lengua de las mariposas.

En la edición en DVD de Silencio roto, el director navarro afirma que “a la hora de hacer una película lo que más me interesa fundamentalmente es la peripecia humana de los personajes”. Cómo llegan éstos a sugestionarle de tal manera que quiere conocer la historia que hay detrás y empieza a crear el guión. Así, Armendáriz vertebra el film a partir de la historia de amor entre Manuel (Juan Diego Botto), un joven herrero de un pequeño pueblo ‒ suponemos que del Pirineo navarro‒, y Lucía (Lucía Jiménez), una chica recién llegada al lugar después de unos años de ausencia. Cuando se reencuentran, la unión es inevitable. O casi, pues aquí es donde se interpone el contexto sociopolítico:

Ambientada entre los años 1944 y 1948, en plena posguerra española, el pueblo, preso de un sistema represivo, es habitado en su mayoría por mujeres, niños y ancianos. El pueblo establece la resistencia pasiva hacia el franquismo. La resistencia activa la conforman los hombres que han tenido que huir al monte y que persisten, desde la dura distancia, en la lucha organizada por la libertad: los maquis. Manuel, hijo de uno de ellos, se verá obligado a lanzarse al monte al ser descubierto como colaborador, a unirse a la guerrilla antifranquista y a dejar atrás a su familia y a Lucía.       

Hasta aquí podría perfilarse como una película de buenos y malos, pero Armendáriz se desvía de esta línea estereotipada. El director dispara hacia todos lados y, además, lo hace centrándose en la visión femenina del conflicto, en esa resistencia pasiva que observa y sufre, y que deviene el punto de apoyo de un bando y la angustia del otro. 

Sole: Mi marido hace lo que le mandan. Él no tiene la culpa de lo que pasa. Sólo obedece órdenes. ¿Te crees que yo no estoy harta? Siempre angustiada a que vuelva de patrullar o me lo traigan…
Lucía: Otras no pueden esperar ni eso.
Sole: Sabes que Tomás no está aquí por gusto.
Lucía: Pues volveos al pueblo.
Sole: ¿Y de qué vamos a vivir?
Lucía: De lo que vive la gente decente: de su trabajo, no de perseguir y matar a otros.
Sole: Porque ellos se lo buscan. No se puede andar por ahí como las alimañazas. Hay que respetar las leyes.
Lucía: ¿Las leyes de quién? ¿De los fascistas, de los señoritos?
Sole: Yo sólo digo que hay que respetar las leyes.
Lucía: ¿Y a nosotras quién nos respeta, eh, quién?

Sus personajes son poco ideologizados ‒a excepción de la sección que permanece en el monte y del maestro Don Hilario‒, aunque no ingenuos ni simples. Lo único que pretenden es la paz y la tranquilidad, el descanso físico y mental, para un pueblo lastimado que no cesa de pagar las consecuencias de una represión insaciable.  

Lucía: Están registrando la casa, pero ha huido al monte.
Don Hilario: Pobre Rosario… Otra vez al cuartelillo.
Lucía: ¿Ella por qué?
Don Hilario: Qué más les da. Si no está la persona que buscan, cualquiera de la familia les vale. 
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Teresa: No te metas en líos, hija. Las ideas son para los que viven de ellas. No traen nada bueno.
Lucía: A veces no hace falta tener ideas. Basta con ver las cosas para saber lo que tienes que hacer.
Teresa: ¿Y qué vas a hacer tú, eh? ¿Qué puedes hacer?
(Silencio) 
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Matías: Hay que dar un buen escarmiento. No podemos dejar que los torturadores y los chivatos se paseen por el pueblo como si nada.
Rosario: Para vosotros es fácil dar escarmientos. Los dais y desaparecéis. ¿Y nosotras qué? ¿Qué va a ser de nosotras cuando os vayáis?

Por eso, Armendáriz no sentencia y desvía su enfoque hacia el absurdo de cualquier conflicto bélico, hacia el cómo y el fin de los procederes, mediante preguntas sin respuestas de sus personajes, mediante la terca convicción de lo justo y no justo de unos frente al recelo de los otros. No intenta convencer ni imponer, aunque no por ello deja de mostrar el abanico ideológico existente. En conjunto, el director plantea un enfoque infinitamente más interesante que aquél que acaba convirtiendo una película bélica en un retorcido discurso panfletario, a través del enfrentamiento frontal inquebrantable entre facciones. 

Don Hilario: Estás perdiendo el norte, Matías. No podéis escarmentar a medio pueblo.
Matías: Ya lo veremos.
Lucía: Lo nuestro es convencer a la gente, no imponer y atemorizar como los fascistas.
Matías (a Don Hilario): ¿También a ésta le has enseñado tus monsergas? No me vengáis ahora con jodiendas. Una guerra es una guerra y se hace lo que hay que hacer.
Lucía: ¿Y qué es lo que hay que hacer?
Matías: Vencer. Estamos aquí para vencer. Y para eso hay que destruir al contrario. (A Don Hilario) A ver cuándo le enseñas esa lección.  
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Teresa: Míralos, se creen héroes. Pobres ilusos, piensan que van a arreglar el mundo. (A Lucía) Me recuerdan a tu padre. Aún me parece estar viéndole, tan contento, paseándose por ahí enfrente, mientras gritaba: “la tierra para el que la trabaja, la tierra para el que la trabaja”. ¿Y qué consiguió? Que al día siguiente le pegaran dos tiros. Eso es todo lo que consiguió: que lo mataran.
Lucía: Consiguió dejarnos honradez, tía, ¿le parece poco?
Teresa: ¿Y para qué os ha servido?
Lucía: Para llevar la cabeza bien alta.
Teresa: Sí, y el estómago vacío.

Armendáriz resulta por encima de todo un director humanista, que antepone las personas ‒esa peripecia humana de los personajes de la que hablaba al principio‒ a sus ideas. Silencio roto no es una película estrictamente política o bélica, sino que toma como pretexto una historia de amor para hablarnos, desde los ojos de Lucía, de un capítulo funesto de la historia de España. Una Lucía interpretada por la bella Lucía Jiménez en el mejor papel de su carrera hasta el momento, junto con su otra Lucía de La buena vida. Parece que su nombre le da suerte. Está soberbia en su hermetismo, en su trabajo de contención y, en un momento, nos deja saborear su preciosa voz. Le da la réplica el guapo Juan Diego Botto, uno de los mejores actores de su generación, y aquí un Manuel tan despolitizado como tierno. María Botto, Rubén Ochandiano y María Vázquez completan el buen y eficiente plantel de actores jóvenes del reparto, junto a unos magníficos veteranos como Álvaro de Luna, Mercedes Sampietro, Alicia Sánchez y Pepo Oliva. Mención especial a la aparición del matrimonio de ancianos formado por Asunción Balaguer y Joan Dalmau, en una de las historias más bellas y tristes de la película. 

Silencio roto es una historia conmovedora, con un guión posiblemente no impecable en su efecto final ‒que no desvelaremos‒ por su previsible desenlace. Por lo demás, el tono es el adecuado: sobrio en su intención y en su puesta en escena. El ritmo no decae. El vestuario de Pilar Tavera, la dirección artística de Julio Esteban y la fotografía de Guillermo Navarro se prestan adecuadamente a la historia. Y Pascal Gaigne, de manera precisa, es el encargado de romper, junto con las armas de fuego, el silencio que habita en el monte y en el pueblo. Ese silencio que se ha apoderado de la vida de todos, por su contexto y sus circunstancias. 


En los tiempos sombríos
¿se cantará también?
También se cantará
sobre los tiempos sombríos.
Bertolt Brecht









Reseña de Carlos Aguilar
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Drama ambientado en la España de 1944 y centrado en la relación que se establece entre un joven que participa en el maquis y una chica recién llegada al pueblo que colabora con los guerrilleros. Con defectos en la construcción y la interpretación, constituye empero una obra digna y apreciable, si bien encierra algo de “ya visto”, revela una naturaleza que por muchos conceptos remite al cine español de quince años antes.